A casi nueve meses de que el COVID-19 llegó a México, la enfermedad ha causado la muerte de más de 100,000 personas y aún no da señales de ceder. Más allá de las cifras, presentamos la vida, los sueños y las historias de algunos mexicanos que se fueron en esta pandemia.
Por Ariadna Ortega, Elvia Cruz y Héctor González
La pandemia de COVID-19 ha causado la muerte de más de 1 millón 300,000 personas en todo el mundo. De ellas, más de 100,000 han fallecido en México, lo que ubica al país como el cuarto con más decesos acumulados en todo el planeta, según el recuento diario de la Universidad Johns Hopkins.
Más allá de las cifras —muy superiores al “escenario catastrófico” de 60,000 muertes calculadas por el gobierno federal—, hay historias. Detrás de cada fallecimiento hay un rostro enmarcado en recuerdos y, junto a él, miles de familias que ahora lidian con las huellas físicas, económicas y emocionales de la pérdida.
A casi nueve meses de que se confirmó el primer caso de COVID-19 en el país (28 de febrero), la enfermedad aún no da señales de ceder y no se sabe cuántas vidas más se llevará. La propia Secretaría de Salud federal estima que ha habido 193,000 muertes más de las previstas este año, de las cuales 72% es atribuible a la pandemia. A la par, el Instituto de Métrica y Evaluación de la Salud de la Universidad de Washington calcula que para el cierre de 2020 se podría llegar a los 120,000 de seguir las medidas como hasta ahora.
Aquí cinco historias para recordar a los abuelos, padres, hermanos, tíos y amigos que nos ha arrebatado el COVID-19, mexicanos que por siempre y para siempre dejarán huella en este tramo de la historia del país.
el amante de las Chivas
FOTOS: Oswaldo Ramírez
Rosa López, esposa de Alejandro
Han pasado más de 160 días desde que el 1 de junio Rosa López le dio su bendición a su pareja, Alejandro Lule, y se despidió de él a su ingreso en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). Después de eso, ya no lo volvió a ver.
Rosa tenía la esperanza de que él se recuperara y cumpliera su promesa de casarse el 7 de agosto, cuando habría celebrado su cumpleaños 42. Sin embargo, esto no fue posible por la forma en la que el virus SARS-CoV-2 lo atacó. En solo 13 días desde que se presentaron los primeros síntomas, Alejandro falleció. Ella aún no lo logra entender, aunque intenta mantenerse fuerte. “Me duele muchísimo, pero tengo dos hijos, no me puedo caer”, dice.
Alejandro está dentro del 25% de la población que ha muerto sin tener alguna de las enfermedades crónico-degenerativas que, según las autoridades de salud, hacen más vulnerables a las personas.
De él, quien jugaba futbol y le iba a las Chivas, su familia guarda como recuerdo fotos suyas en el estadio Akron y en la playa, su camiseta del Guadalajara y su cartera, al igual que los momentos que pasaron juntos.
En su celular, Rosa conserva videos de Alejandro de la última semana que pasó en casa. Como no quería ir al hospital, se atendió primero con médicos privados, quienes le recetaron nebulizaciones. El tratamiento es utilizado en pacientes con enfermedades respiratorias, pero un estudio publicado en el sitio web de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos señala que puede aumentar el riesgo de dispersión del virus, por lo que debe hacerse con mucha precaución.
Cuando los niveles de oxígeno de Alejandro estaban ya muy bajos —entre 50% y 60%— y ya no podía respirar, fue que decidieron ir a un hospital. Después de acudir a varios, fue recibido en el INER, un centro de especialidad que desde el inicio de la pandemia fue designado para atender a personas con COVID-19.
Desde que ingresó, los médicos advirtieron a la familia que su estado era grave, pero pidieron confiar en su edad. Rosa salió a buscar unos medicamentos —sin éxito—, y cuando regresó para ver si le podían cambiar la receta, recibió la noticia. “Un escalofrío recorrió mi espalda cuando el médico me dijo: ‘Siéntate’. No había nadie en la sala, sentía como que flotaba y me quedé así de: ‘¿Ahora qué voy a hacer?’”, recuerda.
A la mujer, le preocupaba sobre todo su hijo menor, de 11 años, quien está en primero de secundaria y extraña mucho a su papá. “Siento que se fue con mucho pendiente de mi hijo”, comenta Rosa, al explicar que su hijo mayor, de 22, le ayudó a entender que los tres tenían que echarle ganas.
El día de su cumpleaños, le hicieron su pastel y lo recordaron como el ser humano que era y que le gustaba mucho ayudar a las personas. También le convidaron un pedazo a la madre de Alejandro, Hilda López, de 67 años, quien falleció solo tres semanas después, el 26 de agosto. Hilda se había contagiado de COVID-19 y, aunque en principio lo superó, no logró recuperarse de los estragos de la enfermedad y de la pérdida de uno de sus hijos.
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el hombre “de gran corazón”
FOTOS: Oswaldo Ramírez
Leticia Bustos, esposa de Leonel
No había reparación para la que Leonel Pineda no se ofreciera. “Su nobleza de corazón lo distinguía”, dice Leticia Bustos sobre su esposo, a quien sus seres queridos aún se refieren como Leo.
Desde que iniciaron la pandemia y el distanciamiento social, su familia se resguardó. Como vivían en un predio junto a las otras dos hermanas de Lety, todos eran muy unidos. Almorzaban juntos y se turnaban para hacer las compras, casi no salían y en especial Leo y Lety —quienes tienen dos hijas profesionistas, una de ellas en Nuevo León— se dedicaban más tiempo como pareja.
De complexión grande y ojos azul celeste, Leo tenía a su alrededor a muchas personas que lo apreciaban y cuidaban. Por eso, cuando empezó con molestias, la familia de su cuñada Margarita, hermana de Lety, estuvo al pendiente de él, debido a que ella tampoco se sentía bien. A finales de junio, ambos comenzaron a sentir cuerpo cortado y dolor muscular, entre otros síntomas, y recibieron tratamiento para gripa o infección.
Él era alérgico a la ampicilina, por lo que su atención fue diferente. Con el paso de los días, no veía mejoría y sentía que le faltaba la respiración, pero como habían tomado todas las medidas preventivas, él y su familia no pensaron que tuviera COVID-19, y los médicos no les sugirieron hacerse una prueba. Para el 8 de julio, Leo se tomó la oxigenación, que rondaba 60% cuando lo recomendado es arriba de 90%, por lo que llamaron a un médico y este les dijo que se tenía que internar.
Margarita, su esposo Óscar y la hija mayor de Leo buscaron un hospital. Lety ya no los acompañó porque seguía sintiéndose mal y ese fue el último día que lo vio.
Tras no encontrar lugar en un centro particular, él y sus familiares llegaron a uno de los 17 hospitales que la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena) instaló en la Ciudad de México en mayo para atender a pacientes con COVID-19. Cuando lo ingresaron en la unidad El Chivatito, se dieron cuenta de que era caso sospechoso.
Durante poco más de dos semanas, Leo tuvo altas y bajas, mientras que en su casa todos enfrentaban de distinta manera al COVID-19. Todos esperaban la videollamada de Leo para conocer su estado, hasta que en una de ellas le dijo a Lety que le habían informado que si no mejoraba lo iban a intubar. Él no quería y tenía temor por lo que había escuchado al respecto. En abril, la Secretaría de Salud reveló que alrededor de 60% de los pacientes intubados había fallecido.
“Le dije que lo amábamos, que se pusiera en las manos de Dios y que iba a estar bien. Él me dijo que me amaba y que amaba mucho a mis hijas. Fue la última vez que hablé con él”, cuenta Lety, después de un silencio para contener el llanto.
Leo, de 47 años y sin comorbilidades, no pertenecía a los grupos considerados de riesgo, pero un médico del hospital militar les dijo que su situación era crítica y no tenía buenas noticias, pues el virus atacaba más a “hombres en edad productiva”. Datos oficiales señalan que 35% de los fallecidos ha correspondido a varones de entre 40 y 59 años de edad.
“A Leo no nada más lo perdió Lety y eso se debe a su gran corazón. Cuando llegó a la familia, se convirtió en un hijo para mis padres, en un hermano para mi esposo y mi hermano, en un segundo padre de mis hijos”, dice Margarita, quien asegura que seguirán siendo una “familia muégano”.
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terco y “muy generoso”
FOTOS: Oswaldo Ramírez
Silvia Carrillo, esposa de Mauricio
En 1978, Mauricio le robó un beso a Silvia. Después de cinco años de noviazgo, con seis meses de separación, se casaron. Pasaron 37 años juntos y hasta sus últimos días, antes de que el 5 de octubre él falleciera por COVID-19, se entregó con dedicación a su esposa.
Silvia tiene la hipótesis de que, como ella estaba convaleciente por una operación reciente, él no la quiso preocupar. “Siempre dijo: ‘Yo no te voy a dar lata, yo me voy a ir rápido’, y me dejó encargada con mi cuñada”, cuenta con la voz entrecortada.
Otro rasgo que lo caracterizaba era su sentido de la responsabilidad. Trabajaba como administrador de un edificio e incluso horas antes de que fuera internado en el Hospital General de Zona 8 del IMSS, acudió a su oficina para hacer los pagos a los empleados.
Para entonces llevaba ya una semana con malestar y pasaba la mayor parte del tiempo en cama, pues se sentía muy cansado. A finales de septiembre comenzó con resfriado y diarrea, pero no creía que tuviera COVID-19 porque tomaba sus precauciones. Por ello, esperaba poder recuperarse con descanso.
Fue hasta el viernes 2 de octubre que él y su familia actuaron, después de que llegó el oxímetro que habían pedido. El aparato marcaba una oxigenación de 54% y un conocido que es médico les dijo que lo tenían que llevar al hospital.
Aunque al principio no quería, sus hijos lo convencieron de ir. El mayor, Daniel, llamó al 911 y lo acompañó hasta la clínica. Para el lunes, los médicos les avisaron que su estado se había agravado y lo tendrían que intubar, pero ya no lo resistió. Todo pasó en una semana.
Silvia y su cuñada Belinda, la hermana menor de Mauricio, apenas están digiriendo que ya no está. No son las únicas sorprendidas: quienes han recibido la noticia de que murió les comentan que “no les cae” y que lo “veían tan saludable”. No en balde, pues de joven era deportista y practicó lanzamiento de martillo y atletismo. Además, fue a unos Juegos Panamericanos y a unos Centroamericanos, y lo último que hizo de ejercicio, ya cuando era mayor y el trabajo le dejaba menos tiempo, fue levantar pesas con cubetas llenas de cemento que él mismo unió.
Pero con 62 años de edad, de los cuales 10 los pasó con hipertensión, Mauricio era considerado una persona vulnerable. Según las estadísticas, de los pacientes con COVID-19, en quienes tienen una o más comorbilidades se incrementa el riesgo de morir. Casi cinco de cada 10 personas fallecidas por la enfermedad sufrían de presión alta.
De Mauricio, una de estas víctimas, hoy su familia recuerda que le encantaban la pasta, los pasteles —en especial el alemán de Maiper—, el café y la Coca-Cola. También era “muy generoso” pero a la vez muy terco, coinciden Silvia y Belinda.
Al respecto, su hermana sostiene que era una “labor titánica” hacerlo entender, y afirma que tenía una conexión con él e incluso tenían organismos similares, pues si a uno le salían ronchas al otro también. “Mauricio fue alguien muy, muy especial. Le agradezco sobre todo porque tuve la fortuna de ser su hermana”, comenta.
Por su parte, Silvia señala que, además de generoso, era muy detallista. Cuenta que un día llegó a casa con un pez beta, que le regaló y al que ella le puso Blue. Desde entonces ha tenido varios Blue, de los cuales el último murió apenas días después de su esposo. “Me quedan esos bonitos detalles, siempre dispuesto a ayudar, claro que repetiría otra vez la historia con él”, afirma.
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madre e hijo y católicos devotos
FOTOS: Elvia Cruz
Raquel, hija de Teresa y hermana de Delfino
“Voy al doctor y regreso”, fue lo último que Teresa Calixto Agustín dijo a su esposo, Ángel Santos Nolasco, el pasado 19 de mayo, cuando ella y su hija mayor, Raquel, salieron de su casa en Cholula rumbo al Hospital 20 del IMSS, conocido como La Margarita.
Teresa tenía la esperanza de superar al COVID-19, a diferencia de su hijo Delfino, de 42 años, quien había fallecido por causa de la enfermedad apenas cinco días atrás. Sin embargo, no fue así. Ella y su hijo fueron las primeras víctimas del virus en Puebla.
“Estoy viviendo una pena muy grande, aunque no la demuestro, pero la llevo adentro. No hay de otra, pero pues solamente Dios sabe por qué me pasaron estas cosas a mí y a mi familia”, dice don Ángel.
La pesadilla para los suyos comenzó a principios de mayo, cuando Delfino, quien vivía con su esposa y sus dos hijas en Puebla capital, llegó a casa de sus padres para refugiarse y curarse de la gripa que creía que padecía.
Por temor, no quiso que lo llevaran a un hospital público. Su familia recurrió a un médico particular, el más famoso del pueblo, quien también consideró que solo se trataba de gripa. No obstante, conforme pasaron los días Delfino no mejoró. Cada vez le costaba más respirar y su nivel de oxigenación había bajado a 86%, pero el doctor aun así sostenía que era neumonía y no COVID-19.
El 14 de mayo, la familia decidió trasladarlo al Hospital 2 del IMSS, pero de ahí los enviaron a La Margarita. Raquel, la única mujer entre cuatro hermanos, cuenta que no pasaron ni 20 minutos de que había ingresado cuando les avisaron que ya había muerto.
Hasta una semana después les confirmaron que falleció por COVID-19, pero Delfino ya no pudo tener una despedida tradicional. Su cuerpo de inmediato fue cremado.
En medio del duelo, doña Tere desarrolló síntomas. Su hija rápido la llevó a La Margarita y la mujer de 62 años pensaba que se recuperaría, pero no fue así. La mañana del 27 de mayo, desde el hospital llamaron a sus familiares para darles la mala noticia y decirles que tenían que ir.
Raquel acudió a reconocer el cadáver de su madre, quien tenía miedo de que ella se contagiara. “Insistía en que la dejara sola en el hospital, que iba a regresar a la casa y que me regresara para no seguirme exponiendo. Después de eso, no pudimos volver a hablar, no pudimos volver a escucharla”, dice Raquel entre lágrimas.
Al igual que su hijo, doña Tere tampoco tuvo un entierro. Por protocolo sanitario, tuvo que ser cremada.
Hoy, ambas urnas permanecen en un altar en la casa familiar, entre veladoras y santos que, según la fe católica, les ayudarán a descansar en paz. Pero para sus deudos, don Ángel, Raquel y sus hermanos Ángel y Pedro, no ha habido tal descanso. Además de enfrentar su duelo, ellos mismos tuvieron que encarar al COVID-19. Incluso, dos de ellos necesitaron oxígeno extra.
Gracias al apoyo de dos médicos conocidos de la familia, tuvieron atención a distancia y, a pesar de que padecieron muestras de discriminación, también observaron bondad y solidaridad por parte de gente que los apoyó y les llevó alimentos durante el mes y medio que estuvieron encerrados.
Para Raquel, todo esto le deja frustración, pues no entiende cómo a estas alturas hay personas que no dimensionan la gravedad de la pandemia. De su lado, don Ángel busca resignación y constantemente recuerda las palabras de su esposa, quien le pedía no cuestionar la voluntad de Dios.
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alegre y “de buen diente”
FOTOS: Héctor González
Israel, hermano de Miguel
Miguel Ángel García Tapia, periodista de 56 años, fue una de las víctimas del COVID-19 en Morelos. Israel, su hermano, músico y sobreviviente de la enfermedad, recuerda cómo Mike consentía a su madre, Isabel Tapia Ruiz, de 83 años, y cómo ella aún no supera la pérdida. “Él ingresa un día antes que yo al hospital, un día y horas antes que yo, y él fallece un día antes de que yo saliera”, cuenta.
Además de un reconocido periodista local, hijo de otro comunicador y colaborador de diversos medios, Miguel era “de carácter alegre, muy, muy alegre”, dice Israel. “Le decían ‘el Chuletón’ porque era de buen diente, de bastante buen diente, le gustaban las comilonas”, señala.
Padre de cinco hijos producto de dos matrimonios, su muerte ha dejado un gran dolor entre todos ellos, en especial en los más pequeños: Luis Ángel y Emiliano. Pero de todos sus familiares, dice Israel, a quien más ha afectado la pérdida es a su madre.
Como ejemplo de la relación que había entre ambos, Israel recuerda que cada mañana, antes de irse a trabajar, Miguel pasaba temprano a casa de su mamá y le llevaba fruta, un tamal y atole o incluso bisteces que pudiera preparar más tarde. “Él pasaba a desayunar con nosotros, a ver a mi mamá, y en la tarde ya pasaba un rato más y se iba a su casa”, relata.
En opinión de Israel, el dolor ha sido más fuerte para su madre porque ya no se pudo despedir de Miguel, pues los médicos sugirieron cremar el cuerpo y, debido a las medidas sanitarias, sus deudos no pudieron realizar una ceremonia tradicional.
“Mi mamá ha tenido que aguantar muchos dolores en su vida: la muerte de sus hermanos; por su edad, también la de algunos de sus amigos que ya han partido; la muerte de mi papá, pero es real lo que dicen las personas mayores, que el dolor de perder a un hijo no es comparable con el de perder a otro familiar”, dice.
Durante tres meses, debido a las restricciones por la pandemia, las cenizas de Miguel permanecieron en la casa de su madre, hasta que la familia pudo llevarlas a la tumba donde también descansan los restos de su padre, en un panteón de Cuernavaca. Así lo deseaba Miguel, por lo que una vez que los suyos pudieron cumplirle esa última voluntad, finalmente pudieron tener “un respiro”.
A pesar de ello, Israel subraya que el dolor no termina. Él, sus hermanos y sus hijos recuerdan las alegrías que Miguel les generaba y extrañan los momentos que pasaban juntos, pero insiste en que la mayor carga de esta pérdida es para la señora Isabel.
“Mi mamá se quedó sin ese hijo y a la vez amigo que la consentía, que era, en palabras de ella, su alcahuete, porque yo soy muy restrictivo de mi mamá para las comidas. Dice mi mamá: ‘Se me antoja chicharrón’. ‘Mamá, no’. Y él se hacía la forma para traerle un taquito de chicharrón y un taquito de longaniza, hacía la forma Miguel, y yo no podía regañar a Miguel porque ese era el contrapeso que necesitaba mi mamá”, recuerda Israel.
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AFP / CUARTOSCURO
INFORMACIÓN: Ariadna Ortega / Elvia Cruz / Héctor González / EDICIÓN: Mauricio Torres / DISEÑO Y PROGRAMACIÓN WEB: Diana Lobera / Evelyn AC / Tania Domínguez / EDICIÓN DE FOTOGRAFÍA: Gunther Sahagún