Camisa, Adolfo Domínguez; pantalón, Boyfriend’s Shirt; sandalias, Birkenstock.

El chef René Redzepi cumple tres décadas de carrera. Con Noma, la joya de la corona, una vez más ubicado en lo más alto de las listas de los mejores restaurantes del mundo, y mientras estrena su añorada tercera estrella Michelin, el danés revisa para Life & Style los momentos más trascendentales de su carrera desde Yucatán, la tierra que lo ató a México para siempre.

Texto: Pedro Reyes Fotos: Tanya Chávez
Moda: Pedro Aguilar Ricalde y Ruth Buendía
Maquillaje: Fernanda Rossell
Diseño y Programación Pamela Jarquin Rojas

“Cochinita, lechón, panuchos... y sikil pak, por favor”. René Redzepi ordena la comida como un local más. Acaso lo es. Estamos sentados en una mesa al lado de la alberca del hotel Chablé, inmersos en la humedad de Chocholá, en Yucatán. El chef ataca la salsa de habanero como si no fuera extranjero. Resulta difícil asociar a la primera cómo un güero con pinta de hippie –un danés en chanclas– le entra así de duro al picante. A decir verdad, está acostumbrado. El chef lleva ya más de una década visitando la península, de la que se considera un completo enamorado. Quizás un poco menos que sus hijas Arwin, Genta y Ro, quienes llevan toda la mañana jugando en la alberca bajo el sol yucateco. Toda la familia tiene una relación muy cercana con la península. Son adictos al agua y, en particular, al azul del Caribe. Empezando por él. Creativamente, el chef del restaurante Noma, en cinco ocasiones el número uno en la lista The World’s 50 Best Restaurants y recientemente merecedor de su tercera estrella Michelin, también aprovecha estas visitas como un revitalizador, un reseteo mental. “Yucatán es un lugar al que vengo a pensar, a encontrar de nuevo la alegría de cocinar, a reinventarme”, relata. Un halago viniendo de una de las mentes más creativas y revolucionarias de la gastronomía mundial. Finalmente, el chef Luis Ronzón aparece en la puerta de la cocina de Chablé con varios platillos para compartir en la mesa, incluyendo cerveza fría para él y su esposa Nadine, y los antojos favoritos de René, quien sin chistar, quiebra una tostada de maíz azul y, con la sonrisa de un niño que tiene por delante el regalo prometido, exclama: “Sikil pak, here we go!”.

Camiseta, Adolfo Domínguez.

El momento pollo.
30 años antes.

Este año, René Redzepi cumple 30 años trabajando en las cocinas, y en esa línea del tiempo aparecen tres momentos que considera determinantes para convertirse en el chef que es actualmente y que acabarían por encaramarlo en la élite de la gastronomía mundial. El primero es el instante en que se dio cuenta de que sería cocinero por el resto de sus días. Pero para entenderlo hay que viajar en el tiempo, hacia su adolescencia. René nació en diciembre de 1977 en una familia de albaneses que huía de una guerra que partió en pedacitos su región, dividiendo el territorio de un día para otro. Emigraron de Macedonia del Norte a Dinamarca y se asentaron en un barrio de Copenhague habitado principalmente por inmigrantes turcos, yugoslavos y pakistaníes. René se sentía perdido, sin motivaciones, odiaba la escuela y batallaba siempre por la posibilidad de seguir estudiando. Un buen día se celebró un concurso de cocina en la escuela. A pesar de la apatía clásica de un pospuberto de la Europa de fin de siglo, a Redzepi siempre le gustó competir. Nunca en su vida había tocado un sartén, pero la idea de ganar le emocionaba. Los platillos serían juzgados por su aspecto y sabor. “En ese momento, me hice una pregunta: ‘¿Qué me gusta de la comida?’”, recuerda René.

“Solía comer y ya, pero no sabía qué me gustaba. Jamás me preguntaba qué era o quién la había hecho. Y entonces sentí algo extraño dentro de mí y pensé: ‘esto es lo que significa ser adulto, tener un sentimiento de búsqueda. Ir tras ello’”. Junto a Mikel –un amigo con quien no solo compartía salón de clases sino también una infancia en el mismo barrio– se dirigió a la biblioteca donde, tras hojear las páginas de un viejo libro, encontró la imagen de un pollo rostizado. “Quedé prendado de esa imagen. Tuve un momento Ratatouille. Me acordé de cuando correteaba pollos en un patio polvoriento en un pueblo en lo que ahora es Macedonia. Cuando venían visitas, preparábamos pollo. Recuerdo ver a ese animal que yo acababa de perseguir pasar de ser un cadáver a un platillo sabroso. Había que tratarlo bien, sazonarlo, untarlo con especias... Cuando estaba en esa biblioteca, con el sonido de los huesos de la pobre ave quebrándose en mi mente, cerré el libro y le dije a Mikel:‘vamos a cocinar pollo’”.

Siguieron los pasos al pie de la letra. Había una salsa de nuez de la India que le hablaba al oído a René incluso cuando él jamás había probado una nuez de la India en su vida. Hicieron arroz y lo pusieron en una taza. Justo antes de que Mikel colocara la salsa sobre el pollo, René lo detuvo en seco y, con autoridad, dictó el orden de las cosas: el arroz de un lado, el pollo en medio y la salsa del otro lado. Era importante que todo se viera bien. Mientras emplataba su obra, que a la postre ganaría el concurso de la escuela, se preguntaba: “¿Qué está pasando conmigo? ¿Por qué esto me importa?”. Y así fue como, a los 15 años, René Redzepi daba sus primeros pasos como cocinero.

En palabras del propio chef, en aquella época, la comida en Dinamarca simplemente no importaba. Con una mayoría de población protestante, la idea de comer por placer es (o solía ser) casi siempre pecaminosa. Hoy, 30 años después de aquel pollito rostizado con salsa de nuez de la India y arroz, la nueva cocina nórdica dicta muchas de las tendencias que van absorbiendo las diferentes gastronomías del mundo, algo que ocurre desde la última década, con Redzepi como principal estandarte. Pero eso no quiere decir que la gastronomía necesariamente haya cambiado de manera radical la manera en la que los daneses se enfrentan a la comida. “Es el principio de un cambio, pero construir cultura es siempre un movimiento que lleva décadas. Estamos generando conciencia, aprendiendo que comer bien es lo que hace que la vida sea soportable. De otra manera, únicamente sobrevivimos. Necesitamos cultura y emoción. Deliciousness matters!”, añade.

Camisa, Adolfo Domínguez; pantalón, Boyfriend’s Shirt; sandalias, Birkenstock.

El momento piña.
El inicio de la vida creativa.

“Acabé en una cocina por accidente. No creo que mucha gente de mi generación tuviera el sueño de ser cocinero. Simplemente, la cocina ha sido siempre un lugar que te acepta, como el ejército. Creo que todos tenemos un par de momentos que definen décadas de nuestras vidas o incluso nuestras vidas completas”.

Otro de esos momentos para Redzepi tuvo lugar en una de las primeras cocinas en las que trabajó: el restaurante Pierre André, del chef Philippe Houdet, un lugar francés en Copenhague, neoclásico y con una estrella Michelin al que llegó siendo todavía un niño y en el que terminó trabajando 80 horas a la semana. Un campo de batalla de la vieja escuela, ideal para un muchacho con hambre que, después de aquel pollito rostizado, se puso a estudiar, a leer recetarios, a conocer más sobre los grandes chefs y sus influencias. René leía los menús en las puertas de los restaurantes una vez a la semana y le gustaba la idea de que estos tuvieran cambios. Llegaba todas las noches a su casa a escribir ideas en un cuaderno de notas. El restaurante servía a 40 comensales con un equipo conformado únicamente por cuatro personas que hacían realidad una carta de diez entradas, diez platos fuertes y diez postres, todos cocinados al momento y al gusto del comensal. Una exigencia absoluta en un gran lugar para aprender el oficio a la antigua. “Había que darlo todo de uno mismo, entregarse a la cocina sin importar nada. Eran otros tiempos”, recuerda Redzepi. En Dinamarca, la escuela de cocina tiene una duración de solo seis meses; los siguientes cuatro años se completan en un restaurante, bajo la tutela de un chef.

A René le gustaba ver trabajar a Houdet, le emocionaba cuando las cosas se hacían de una manera distinta. Le conmovía ver cómo emplataba nuevas ideas, adiciones inéditas en el menú y, sobre todo, competir: pensar que, por un día, podía ser más rápido que él, mejor que él. El chef Houdet se dio cuenta de lo que estaba sucediendo en la cabeza de este muchacho y le gustó. Así que empezaron a trabajar. Hubo exigencias y provocaciones y , consciente de lo que generaba en Redzepi, compitieron mientras le retaba a materializar todas aquellas ideas que tenía apuntadas en su cuaderno de notas. Eso sí, era importante hacerle entender la diferencia entre la fantasía y la ejecución. Aquellas ideas tenían que funcionar.

Guayabera; Nuuk Nook; pantalón, Adolfo Domínguez; sandalias, Birkenstock.

“Un sábado me encontraba haciendo un postre para la comida del equipo. Estaba rostizando piña, vuelta y vuelta, caramelizándola con un poco de azúcar. De pronto, se me ocurrió ponerle azafrán...”, recuerda antes de hacer una pausa en la que puedo ver que siente la misma emoción de la primera vez. “Y el caramelo se tornó dorado como el atardecer. La piña adquirió la nota ácida del azafrán, que se mezcló perfectamente con el dulzor del caramelo. Añadí clavo, ralladura de limón y lo serví en un tazón con helado de vainilla. A la semana siguiente, el chef revisaba sus papeles y escribía los platos de la carta cuando, sin siquiera mirarme, le escuché decir: ‘La piña está en el menú’”.

Con la ayuda de Houdet, Redzepi emprendió el vuelo. Su siguiente restaurante fue el Jardín de Sens, de los hermanos Pourcel, en el sur de Francia, que acababa de obtener tres estrellas Michelin. Poco tiempo después se enteró de la existencia de un lugar en Roses, Cataluña, en plena Costa Brava. Su nombre era elBulli, el escenario de un movimiento culinario que acabó por sacudir los cimientos de la gastronomía mundial. Consiguió una reservación y, terminando la cena, se acercó al chef Fe- rran Adrià para pedirle trabajo. Lo aceptaron para la siguiente temporada, justo antes de que explotara la revolución, quizá el momento más trascendente de la cocina mundial de principios de siglo... Hasta que llegara el Noma de Redzepi. En elBulli, Redzepi conoció a Grant Achatz, quien a la postre comandaría desde Alinea, en Chicago, una de las cocinas más creativas de Estados Unidos. A su vez, Achatz le presentó The French Laundry, del chef Thomas Keller, el primer restaurante que vio Redzepi con su propio huerto. Lo que se cosechaba en la mañana, estaba en el menú en la noche, y esa mezcla de cuidado y adrenalina fue definitiva para esculpir la visión de lo que pondría en práctica en el futuro. De hecho, esta historia de grandes nombres y restaurantes, aunque resumida, acabó siendo un embudo que lo fue preparando para capitanear su propio barco de regreso en Dinamarca. Primero la curiosidad y la técnica, luego la creatividad y la revolución tecnoemocional y, por último, el producto estacional en función del menú a presentar. “Durante muchos años, olvidé la importancia de ese momento: el momento piña. El motor de mi confianza y el inicio de mi vida creativa. Pienso en Phillipe Houdet y pienso en el jefe que quiero ser. No quiero vivir enojado en la cocina. Y, sin embargo, ha habido momentos en Noma en los que me he sentido así. Hay etapas clave en la vida de las personas que, al revivirlas, pueden ayudar a seguir navegando por la vida. Constantemente, me obligo a mí mismo a recordar el momento piña”, explica. Fue trabajando en Noma, durante uno de esos lapsos de estancamiento y frustración, cuando René vivió otro de esos momentos. Uno que le cambió la vida para siempre.

Look total, Hermanos Koumori.

El momento Yucatán.
El idilio mexicano.

“Estaba cansado y con hambre, seguramente de malas por las demoras en el aeropuerto y con un calor de 35 grados a las 11:30 de la noche”. René llegó de Dinamarca a Mérida tras cuatro días en la Ciudad de México, donde una noche cocinó en el Café O, de la chef Paola Garduño. Tras la cena, alguien se levantó de una mesa de dos personas para saludarlo. “Felicidades”, le dijo. “El futuro es tuyo”. Ese comensal era Benito Molina. El otro era Guillermo González Beristáin.

A Mérida llegó por invitación del chef Roberto Solís, quien en el año 2005 había pasado una temporada en las cocinas de Noma. “No entendía nada de lo que Roberto le había pedido al mesero. Estaba abrumado”. Apenas llegaron a Mérida, fueron a una taquería que, dicen las malas lenguas, solía ser mejor. “Y de pronto llegó un plato, lleno de tacos, con tortillas hechas a mano, láminas de cerdo jugoso y un trozo de piña encima. En la mesa, salsa de chile habanero y pico de gallo”. El danés tomó un taco y de un bocado lo embistió. “Después de ese taco, todo tuvo sentido. Fue amor a primera vista”.

“Hay un antes y un después de Yucatán. Vienes, visitas un mercado o una comunidad, comes castacán y confirmas por qué haces lo que haces”. Junto a Solís, el chef se adentró en diferentes comunidades mayas, dejándose sorprender por ellas y, por qué no, enamorándose. “Me encanta este calor. Te quita todo lo tieso, te hace flexible. El sonido de los pájaros. Lo verde, lo cítrico, el habanero, el xcatic. La temporada de mango...”, expresa con pasión. Después de esas expediciones, en 2017, René trasladó Noma a Tulum durante un mes, un evento gastronómico de nivel mundial que de paso dejó un legado de intercambio cultural que acabó permeando su cocina matriz de Copenhague.

“Hoy usamos chile en Noma, pero eso es nuevo. No lo usamos para encontrar picante, lo hacemos para buscar sabor y equilibrio. Es un componente importantísimo en la búsqueda del umami”. A pesar de que viene a Yucatán al menos dos veces por año, a Redzepi le gustaría poder hacerlo con mayor frecuencia. “Yucatán me devolvió las ganas de cocinar. La sabiduría de la cultura maya, cómo usan las plantas, cómo usan las raíces... La gente sabe cosas y la cultura es profunda y eso es muy inspirador. Te recuerda que, si pierdes la curiosidad, estás muerto. Para mis procesos creativos no uso drogas. Vengo a México. High on chile and deep in cenote”.

René me invita a regresar a la alberca con sus niñas. Me deja muy claro que necesita agua (y una cerveza). “Mis hijas preguntan por México. Extrañan México. Ahora que tenemos amigos aquí, podemos venir más seguido. Para nosotros, Yucatán es como un abrazo”. Caminamos de regreso, platicamos de algunos proyectos que tiene en mente y de cómo le gustaría encontrar el esquema perfecto para que Noma le permitiera poder traer su cocina a Yucatán, aunque lo ve lejano... Todavía. “Podemos pedir unos tacos en la alberca y una cerveza. ¿Más sikil pak, tal vez?”.