Camisa, BANANA REPUBLIC; pantalón, ISSEY MIYAKE; lentes y reloj del chef.
El restaurante EM de Lucho Martínez, en la Ciudad de México, recibió el pasado mayo su primera estrella de la Guía Michelin, la validación de la industria a una propuesta gastronómica marcada por la evolución intelectual, la constancia, la excelencia y el instinto. "Estaba listo para ser reconocido", confiesa el chef a Life and Style.
Texto: Daniel González
Fotografía: Andrés de Lara
Obsesión y locura. En el Uber de camino al encuentro con el chef Lucho Martínez en el Café Tormenta, a pasos de los restaurantes Martínez y Ultramarinos Demar, su tercer proyecto en la intersección de las calles Puebla y Mérida de la colonia Roma de la Ciudad de México, las dos palabras no dejan de resonar en la cabeza del que esto escribe. “Obsesión y locura”. Así había titulado hace no mucho el propio Martínez un post publicado en su cuenta de Instagram, y sobre esas mismas emociones cavilaba mientras acomodaba mis notas para la entrevista. Ernest Hemingway, Vincent Van Gogh, León Tolstoi o David Foster Wallace –todos ellos con dispares destinos vitales– habían creado algunas de las obras de arte más influyentes de la historia de la humanidad persiguiendo ambos sustantivos: obsesión y locura. Pero en este soleado domingo de invierno en la Ciudad de México la idea no es conversar sobre arte y literatura, sino sobre la gastronomía y sus derivadas. Las buenas, las malas y las regulares. Y sobre la obsesión, claro. Y sobre la locura. “He aprendido a querer estas sensaciones, a aceptarlas, a abrazarlas, a que formen parte de mi vida”, reflexiona Martínez, café de especialidad en mano. “Creo que tengo una relación muy bonita con la locura. Me justifico un poco pensando que sin locura no hay grandeza. La cuestión está en bajar, aterrizar y equilibrar. Soy una persona que se aburre muy fácil”, añade.
Esa clarividencia intelectual con la que se maneja entre la vida y el oficio (¿acaso no es lo mismo?) ha conducido al cocinero al mayor reconocimiento profesional de su carrera, o al menos a eso que la cuarta pared de la escena –esto es, críticos, foodies, clientes, influencers y medios de comunicación– identifica como éxito: hace unos meses, el restaurante Em, emblema de su proyecto gastronómico, recibía una de las 20 estrellas que la legendaria Guía Michelin entregaba en su primera visita al país. Para la mayoría, la justificación de toda una carrera; Martínez, reflexivo, se permite un instante antes de responder. Quizá porque su evolución hasta convertirse en uno de los grandes referentes de la gastronomía mexicana ha sido más orgánica de lo que suele ser habitual en el medio; quizá porque, en su mente, el fin nunca ha justificado los medios, sino que es siempre el presente el que modela su futuro. “Sobre todo en Em, había esa presión, éramos un poco como el underdog a nivel industria. Había respeto por nosotros, pero todo el mundo se preguntaba por qué no estábamos en el 50 Best, también mis empleados, y yo tengo la respuesta. No estamos en el 50 Best porque no trabajo para eso. No empecé a trabajar a los 14 años por eso y hoy sigo sin hacerlo”.
Hace tres años, ya con tres restaurantes bajo su paraguas y tras “un momento de crisis”, todo cambió. “Empecé con la terapia y eso me ayudó a entender por qué terminé en una cocina, por qué funciono tan bien ahí y de dónde vienen ciertas obsesiones, la disciplina y el perfeccionismo. Una cocina es un lugar donde puedes controlar todo, pero también te puedes perder en eso, algo que tiene mucho que ver con la personalidad. La terapia me ha ayudado muchísimo”, dice. También para metabolizar y procesar el ruido generado tras la notoriedad. “Estaba listo para ser reconocido, porque sabía que todo el trabajo que habíamos hecho en ese restaurante al final iba a tener su pago y fui lo suficientemente perseverante y paciente para aguantar muchas cosas. Recibir la estrella fue algo muy bonito, festejé mucho, pero fue sobre todo un alivio. No soy una persona rencorosa, es el trabajo el que se encarga de ponerte en tu lugar. Mañana cae una bomba aquí, desaparece todo y sé que lo puedo volver a hacer otra vez”, apunta, ojos cansados tras sus características gafas.
Camiseta, BANANA REPUBLIC; pantalones, ISSEY MIYAKE; lentes del chef.
Solo unas semanas antes de esta entrevista, Lucho Martínez había viajado a Nueva York para participar en la sesión fotográfica que acompaña a este texto, lugar de conexión y aterrizaje al que regresó el pasado febrero para protagonizar un pop-up en el Cosme de Enrique Olvera, vanguardia mexicana en el Flatiron District de Manhattan, que el propio Olvera repetirá próximamente en la Ciudad de México. “Cosme es una referencia de lo que puede ser el México moderno lejos de México. Admiro mucho a Enrique Olvera, por su visión de negocio, pero también como ser humano”, nos cuenta como escena previa a la confirmación de lo que ya es un axioma en su trayectoria: en su mente, la creatividad siempre ha de ser transversal. Porque en la cabeza de Martínez, la artesanía de Ojas, un listening room ubicado en el SoHo, propiedad de un amigo a quien considera “un shokunin, alguien capaz de crear objetos únicos”, o el Saturdays, en el mismo vecindario, “un lugar de barrio que comenzó como un pequeño café que fue evolucionando hasta convertirse en muchas cosas”, se mezclan con naturalidad con la experiencia sensorial que poco antes de esta conversación René Redzepi le había ofrecido en el Noma de Kyoto, en Japón, un país con el que, reconoce, acaba de reconciliarse. “Cuando empezamos en Em, todo el mundo decía que éramos una fusión mexicano-japonesa, pero yo siempre defendía que era un restaurante mexicano. Ahí me empecé a pelear un poquito con Japón”.
Ahora, dos años después de la última visita, esa misma relación se construye sobre el respeto y la admiración consecuencia de la madurez, como un preludio de lo que puede representar la gastronomía mexicana del futuro. “No creo que haya un país que me inspire más que Japón, pero también creo que somos un Japón en potencia. No he visto otro país con más diversidad y con mejor producto que este. También tenemos un instrumento para cada elaboración que hacemos, pero no los enaltecemos. Esa es la diferencia entre una cultura y otra. Acá queremos abarcar más, porque tenemos mucho y creo que por eso no terminamos de enaltecer ciertas cosas”, reflexiona sobre una industria “en la que es muy fácil abrir restaurantes, muy fácil, pero es muy difícil que funcionen y que tengan constancia, que respeten la calidad y que realmente hagan más grande una ciudad. No porque haya mil vamos a hacer mejor la Ciudad de México. Si vamos a hacer algo, tiene que tener sentido para la ciudad, para hacerla un poquito mejor”.
Porque Lucho Martínez, quien no rechaza la ambición –“ya llegué, pero me considero una persona muy competitiva. Sí quiero otra estrella más”, declara con seguridad–, siempre se ha fiado más de la intuición. Autodidacta y lejano a la nueva tradición formativa, la de las escuelas en el extranjero y los larguísimos stagings, ha cimentado su propio camino sobre el instinto.
camiseta y suéter, BANANA REPUBLIC; pantalones, ISSEY MIYAKE; tenis, ADIDAS; lentes y reloj del chef.
Nacido en Coatzacoalcos, se mudó a Nashville a los 5 años para regresar a los 13. Poco después, ya estaba trabajando en una cocina en Veracruz. “No me entrené ni en Francia, ni en Japón, sino en México, trabajando y haciendo lo que me gusta”, explica. Fue así como surgió Em, el primero de sus proyectos y hoy uno de los grandes referentes del continente, y fue así como crecieron a su alrededor 686 Bar, Martínez, Ultramarinos Demar y Café Tormenta, siempre con una clara vocación intelectual tras las ideas originales, con el concepto de la construcción de comunidad como leitmotiv de sus proyectos. “Cuando empezamos a hacer cosas de este lado de la colonia, aquí no había nada. Porque todo el mundo cree que en la Roma todo bien, pero en la Roma todo mal. Es una burbuja en la que tienes que saber por dónde caminas, qué haces, qué no. Yo quería alejarme, y por fortuna todos los negocios que tengo están en los extremos de esa burbujita”. Y ahora, con la estrella colgando en las puertas de Em, quiere aprovecharse del propio sistema para tratar de cambiar las reglas del juego. “Quiero luchar contra esa incongruencia en un país lleno de incongruencias. ¿Por qué tienen que costar los menús 350 dólares en Ciudad de México? ¿Por qué un restaurante de tres estrellas en México tiene que ser igual que uno de tres estrellas en Lyon? Ahora que llegó Michelin está en nuestras manos cambiarlo. Acá comemos con la mano, no con diez cubiertos, hay muchos factores”, matiza.
Hoy, Lucho Martínez se encuentra en pleno proceso de redescubrimiento de identidades propias y ajenas, camino que conducirá a Em a una alteración tanto en forma como en espíritu. “Vamos a cambiarlo de lugar por una cuestión operacional. Tenemos 130 personas en la lista de espera y aunque no quiero atender 500 personas al día, quiero que se sientan cómodas. El restaurante está muy topado en la ubicación actual. Además, está en una casa. No es lo mismo supervisar hacia arriba, que en horizontal. También hay un factor que me gustaría alcanzar en algún punto. Tengo la idea de que Em opere un espacio que pueda tener sentido a nivel social”. Y todo ello espera hacerlo al mismo tiempo que trata de proyectar una redefinición de la cocina mexicana. “Estoy intentando explorar México. Hemos hablado del maíz durante mucho tiempo, sobre los tacos y Em es un espacio en el que puedo amplificar esa visión que tengo, donde puedo proyectar mi voz y crear procesos en los que la comida no tiene por qué ser lo que esperas. Em es un proyecto muy personal, el primero, es muy yo, muy disruptivo, tal vez incómodo”. ¿Y en el resto del mundo?, preguntamos ingenuos. “Se va a romper el establishment del fine dining”, aventura. Y uno no puede dejar de pedir que ese nuevo futuro contenga las necesarias dosis de obsesión y locura.