ntes de la primera edición del Índice de Integridad Corporativa 500, cuando trabajábamos en un proyecto global que se llamaba TRAC sobre transparencia corporativa, líderes y funcionarios de empresas, con distintas características y de distintos sectores económicos, nos compartían que, a pesar de contar con políticas de integridad o códigos de ética y de conducta, preferían que estos no se hicieran públicos. “Tenemos todo lo que Transparencia Mexicana nos pide –nos decían ejecutivos de muy alto nivel–, pero preferimos no publicarlo en nuestra página de internet”.
Las razones para mantener estos documentos fuera de la vista del público varían. Algunas organizaciones plantean que son una empresa familiar y que sus valores y su conducta se ajustan a lo planteado por sus fundadores; otras expresan preocupación sobre el uso indebido de esos documentos; otras más, seguramente asesoradas por la firma que se encargó del proyecto, temen que sus políticas sean plagiadas por otras empresas y otras más no perciben el valor público de hacer accesibles sus documentos.
Hacer públicas las políticas internas, específicamente, las relacionadas con el control efectivo del fraude y la corrupción, manda una señal importante para inversionistas, fondos de inversión, instituciones públicas, agencias reguladoras del Estado, empleados y empleadas, así como a las empresas que son parte de su cadena de valor o hasta a sus competidoras.
En un mundo con cada vez más series, memes, documentales, fake news sobre fraude, corrupción o extorsión, la publicidad de las políticas de integridad manda una señal a los consumidores finales sobre el lado en el que juega la empresa. La transparencia de las políticas de integridad permite que su cadena de valor tenga acceso directo a las políticas para tomar decisiones en sintonía, además de contar con información necesaria al momento de hacer una denuncia.
También fomenta el reconocimiento, dentro de las cámaras empresariales, de las organizaciones que cuentan y publican sus políticas, diferenciándose de aquellas que no lo hacen. Asimismo, armoniza la relación entre autoridades fiscalizadoras y empresas, asegurando consistencia entre la normatividad pública y las medidas de autorregulación de las compañías. La publicidad de las políticas posibilita, además, que la sociedad conozca el marco de actuación de la empresa en situaciones de riesgo o en un caso concreto de corrupción.
Por estas y otras razones, los primeros borradores del Índice de Integridad Corporativa que diseñamos en 2016 pusieron el foco en el tema de la transparencia de las políticas de integridad. Es cierto que lo que no se puede medir, no se puede mejorar, pero lo que no se conoce ni siquiera se puede medir. Así, cuando decidimos emprender esta aventura junto con nuestros colegas de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) y la revista Expansión, consideramos indispensable medir la transparencia de las políticas como primer paso de una valoración seria sobre lo que las empresas más importantes del país están haciendo en esta materia.
Gracias al IC500, hay compañías entre las 500 empresas más importantes del país que descubrieron que no estaban haciendo la tarea a favor de la integridad empresarial. Otras pudieron informarse sobre el marco legal mexicano que hoy, gracias al trabajo de la academia y la sociedad civil, incorpora ya la responsabilidad penal de las empresas y ha dado lugar al surgimiento de una cultura de cumplimiento (compliance) mucho más extendida en el país.
En general, los resultados del IC500 muestran una mayor conciencia de las compañías sobre la relevancia de contar con estas políticas e, incluso, existe hoy una sana competencia dentro de sectores y entre líderes de la industria. El punto de partida de esta dinámica es la transparencia de esas políticas. Sin ella, sería imposible mantener el círculo virtuoso que permite que lo que alguna vez fue una buena práctica, hoy sea el estándar de un sector económico particular y un piso mínimo para la clara mayoría de las empresas más importantes de México.